Lo lindo de las historias en Instagram es su ironía intrínseca. Se les llama historias a situaciones que por efímeras y cotidianas no alcanzan a sumergirse en el mar de la trascendencia y ahí quedan, después de veinticuatro horas, desintegradas para desaparecer. Esto habría escandalizado a Pierre Larousse que tiene una apología de la historia tan grandilocuente que llega a reconocer en ella a “la nueva religión”.
Las historias de Instagram revelan en parte el estatuto contemporáneo de la imagen: una masa de pixeles fugaces, promiscuos y gregarios que, parecido a las moscas, ponen sus huevos, duran un rato y mueren.
Al comienzo del estallido social me pareció que –al menos estéticamente– Chile ajustaría las cuentas que no pudo con la dictadura de Pinochet.
La historia que se escribe hoy, sin embargo, no transita en ese territorio escabrosamente licuado. Pero quizá sí lo haga nuestro lenguaje, los conceptos que usamos para describir la realidad y tratar de hacerla jugar con nuestras reglas. Esta levedad del lenguaje parece íntimamente relacionado con nuestra memoria, también leve. Al comienzo del estallido social me pareció que –al menos estéticamente– Chile ajustaría las cuentas que no pudo con la dictadura de Pinochet. La música de Víctor Jara, la rápida caracterización del Presidente como tirano, la expresiva (casi barroca) manifestación de algunos personajes públicos ante la aparición de los militares en la calle. Todo, a pesar de la furiosa contingencia, me parecía hasta cierto punto dramatizado, como si cada uno interpretara un papel que la historia nos había escrito de antemano.
Ahora creo que nuestra memoria nacional es tan corta y magra, lacerada por arriba y por abajo, que al mirar atrás alcanzamos a recorrer apenas un par de décadas y solo encontramos dos o tres personajes que nos dividen. Y cuando miramos adelante, este pasado nos condiciona y no vemos nada. Pensando en esto llego al Premio Nobel de 1974, el sueco Harry Martinson, que escribió:
«¿Cómo se expresaría esa unidad en una casa vacía durante una época de hambre?
Sería la unanimidad de los lobos una vez rota toda unidad.
Allí donde se ha perdido la unidad surge la unanimidad.
Generalmente esto desemboca en la unanimidad en la matanza».
Unidad y unanimidad parecen tan próximos en el habla cotidiana, pero aquí Martinson los contrapone como viejos enemigos. Esto hacen los poetas: hacernos pensar a través de sus imágenes. La unanimidad, se me ocurre ahora, es una manera delicada de aludir a la primacía del sujeto, al poder del individuo, aislado, independiente. Lo unánime requiere entidades separadas para que sea consistente en términos lógicos. La unidad suena como algo más integrador, un conjunto más que una parcialidad, algo que en un sentido nos precede o nos excede, como debiera ser el lenguaje, la historia o la memoria. ¿Qué nos une entonces? ¿A qué apelaremos? ¿No incluye la nueva constitución esta sana promesa, y de ahí parte su relevancia? Estamos abiertos –una vez más parece– a la historia que algunos llaman “grande”. Ojalá esta oportunidad no desaparezca con la frivolidad de las redes sociales.