La idea de que Piñera es el culpable de este desastre no deja de consolidarse. Giorgio Jackson dice, en entrevista a La Tercera del sábado 9 de noviembre que: “el gobierno en buena parte fue el que transformó evasiones masivas de estudiantes en campos de batalla”. La idea naturalmente no es original de Jackson. La planteó Boric, no bien increpó a los conscriptos del ejército apostados en Plaza Italia. Recientemente escuché un desarrollo aún mejor en un cabildo vinculado a la salud mental. Uno de los asistentes señaló, y sin duda no era la primera vez que decía aquello, que él mismo había participado en estas evasiones -pacíficas, justas, llenas de esperanza- y que fue la decisión de Piñera de sacar a los militares a la calle la que había desencadenado el vandalismo, los destrozos, el inicio de todo esto.
Es interesante observar que en todas sus versiones el argumento omite hechos relevantes. Sólo puede sustentarse en una forma particular de renegación. Un modo de construcción de memoria que aparta todos los elementos que pueden perturbar el sentido que forzosamente queremos dar a una explicación. Los hechos están a la vista, se les desmiente, desaparecen a la fuerza del horizonte mental. Hay una cierta voluntariedad por reducir estos eventos a una creencia previa, a una idea de mundo inamovible. Una definición psicoanalítica más estricta, cito a Roudinesco y Plon, le quita el carácter consciente a esta operación pero mantiene en definitiva su esencia. La renegación, o desmentida, es un “término propuesto por Sigmund Freud en 1923 para caracterizar un mecanismo de defensa mediante el cual el sujeto se niega a reconocer la realidad de una percepción negativa”. Posiblemente se trate de una perversión.
Orwell, en su novela 1984, propuso un mecanismo de renegación política (agreguemos social o ideológica) que no pierde vigencia a la hora de analizar estos nuevos totalitarismos. La Neolengua es un modo de tratamiento de lenguaje que oficializa un patrón de transmisión y evolución de los conceptos, reemplazando aquellos cuyo uso no es compatible con los intereses del Estado absoluto. La Neolengua permite que, a través de un orden y de una vigilancia perentoria, se pierdan palabras, se suprima el pasado, se desmienta la experiencia. Esto hace posible el constante surgimiento de un modo de comunicación correcto y cada vez más restringido, que busca prescindir de su ligazón con todo aquello que pueda diferir de la cosmovisión del poder dominante.
Ni Jackson, ni el valeroso Boric, tampoco aquel evasor devenido en participante de uno de los cientos de cabildos que han buscado serenar este nuevo terror, mencionan la destrucción y el ataque incendiario a las estaciones de metro que vino justo después de las evasiones. La secuencia temporal indesmentible, con las llamas y el miedo en el recuerdo de miles de ciudadanos, se reescribe como si alguien aquí dispusiera de una máquina del tiempo, mezcla de banalidad, corrección política y psicopatía. Al hablar de sobre el tratamiento semántico y la desmentida de un hecho así de violento, naturalmente (no me queda otra) hago referencia a Arendt. La “banalidad del mal”, término acuñado a propósito del juicio a Eichmann en Jerusalén, surge como una consecuencia necesaria de la falta de pensamiento. Esta es condición para la estupidez, a la larga más peligrosa que el mal declarado y evidente. La misma estupidez que sólo reconoce una forma de agresión como condenable (la de los agentes del Estado) y deja fuera de la reflexión –y de la denuncia- a toda aquella que no sea concordante con su discurso. Deja de mencionarla. O la nombra como a un hijo innecesario, no querido, a quien podríamos dejar de ver para siempre.
¿Este engendro llamado Neolengua podría ayudar en la tarea de banalizar el mal? Creo que sí. La supresión del pasado delante de nuestros ojos, el surgimiento de conceptos restringidos, mínimos y repetibles en un futuro cognitivamente precario. Todas son condiciones que resuman la falta de pensamiento. Si suprimir algo de la lengua tiene efecto supresor en el mundo, cabe preguntarse si la denegación de la experiencia tiene su propio efecto sobre la lengua. Queda la duda. Acabo de llamar a un amigo entendido el tema y me señaló que la pregunta no estaba resuelta al menos en el ámbito de la lingüística.
El caso de Jackson y su desmentida tan mañosamente solapada entre todo lo que trataba de comunicar a La Tercera, podría ser un hecho prescindible y sin embargo no lo es. A través de sus palabras se avisora no sólo el fin de estos tiempos, también la fascinación por la propia mediocridad, la autocomplacencia, tantas cosas ingratas.