Me escribe una querida poeta que vive en Beirut desde agosto de este año “vamos en paralelo con los días de revolución, acá empezó el 17 de octubre”. Y sigue: “Es tremendo lo que pasa. Aquí la violencia está contenida. El ejército y la policía están impidiendo que los matones de Hezbollaz y Amal (chiíes) ataquen a los manifestantes. Tenemos toda la zona llena de jeeps para impedir el paso a estos energúmenos a la Ona donde se manifiesta la gente pacíficamente con bailes, puestecitos de comida, niños jugando, como si se tratara de una verbena. Los primeros días intentaron infiltrarse para crear confusión quemando coches, contenedores y edificios pero sin lograrlo. Ahora atacan desde fuera. Las gasolineras llevan dos días cerradas y andamos escasos de combustible. El problema añadido es que hay cortes de luz cada tres horas… Aquí todo el mundo sabe que una bala establece la diferencia entre los desórdenes y el caos de una nueva guerra civil. Cada día que pasa sin que esa bala dé en su objetivo, es un día ganado. Aquí lo bueno es que la gente no se ha dejado confundir y se sabe quién provoca la violencia”
Yo le cuento que nuestro estado de ánimo oscila entre la esperanza y la desesperación. Que, afortunadamente, no tenemos la memoria histórica de los libaneses en cuanto a violencia civil; que nuestra participación comunitaria sigue viva pero, al parecer, el movimiento no ha removido las placas tectónicas del poder. Siguen, el presidente y sus voceros, ciertos sectores de la clase política, encaramados al podio desgranando un discurso disociado de lo que las personas declaran en las plazas.
Escucho el barullo del espacio público, el enjambre, qué tan bien describe Byung Chul Han y siento que cuesta tanto desbrozar los mensajes que ayudarán a fundar un nuevo pacto social.
El desencuentro mayor está fijado en las palabras, las mismas palabras que parecen haber pasado a segundo plano para dar espacio a imágenes que son fuertes pero su repetición en los medios de comunicación social tiende a quitarles peso, contundencia; las pantallas están llenas de nuevas informaciones que saturan los momentos y nos exigen una atención agotadora; las emociones se desatan, nos fragilizan. La ira que se fue acumulando por décadas y ha salido al espacio público busca formas de expresión no siempre afortunadas pero se reconocen como íntegras frente a la mentira y grosera manipulación de los clichés políticos, frases hechas que terminan por agotar la paciencia de los ciudadanos. A la vista quedan las ciudades intervenidas por graffitis, muros, puentes puertas; en algunos sectores no hay un ningún espacio sin palabras o dibujos. La ciudad que vocifera junto a los cuerpos que caminan y se reúnen por demandas sociales. O que bailan, como las mujeres que han cambiado para siempre el modo de instalarse frente al poder.
Pero no hay coherencia, estamos viviendo una realidad suspendida donde el presente es protagónico, el futuro es pura bruma.
Y así como la esperanza necesita mirar hacia adelante para abrirse en flor, para esparcir su fragancia; necesitamos palabras para decir/nos, palabras honestas que nos representen.
En la boca tiene el alma una de sus puertas
Escucho el barullo del espacio público, el enjambre, qué tan bien describe Byung Chul Han y siento que cuesta tanto desbrozar los mensajes que ayudarán a fundar un nuevo pacto social. Al igual que los huesos deben reconstruir su tejido óseo después de la fractura, nuestra lengua tiene que revisar sus copiosos recursos para recuperar los sentidos.
Cuando era niña me impresionó el cuento Las Hadas que escuché varias veces de boca de mi madre en las largas noches de invierno, cuando teníamos el privilegio de su voz elevándose por sobre el ruido atronador de los temporales. También lo escuché en la escuela, en esa escuela primaria que construía nuestra educación sensible con un cuerpo de lecturas significativas, elegidas para formar almas en el sentido mistraliano y no para entretener solamente como parece ser el eje de hoy. Para los que no lo conocen, el relato cuenta la historia de dos hermanas con el típico binarismo de “la buena” y “la mala”. Una de ellas, sacrificada y abusada por una madre déspota, iba al pozo a buscar agua y se encontraba con una andrajosa anciana a la que le ofrecía agua fresca con buena voluntad. La anciana, en realidad, era un hada y la premia por su actitud generosa con un don: cada vez que hable, saldrán de su boca piedras preciosas. La hermana mala, va también al pozo esperando recibir el mismo don, pero su actitud engreída y arrogante provocan que el hada la maldiga con la disposición de que cada vez que hable, saldrán de su boca sapos y culebras, todo tipo de bichos repulsivos.
Para quienes concebimos la escritura como un ejercicio ligado a nuestra historia, siempre atentos a la búsqueda de esa voz que nos trenza con otros para mejorar el mundo que vivimos
Aún con el evidente afán moralista, que podrían discutir algunos, para mí este cuento quedó grabado por la relación férrea que establece entre las palabras y la ética. La boca como abertura que deja salir lo que nos representa, que dice quiénes somos, de qué materia moral estamos hechos. Y nos sirve hoy, como lente de aumento para revisar el valor de las palabras. Su carga simbólica.
Para quienes concebimos la escritura como un ejercicio ligado a nuestra historia, siempre atentos a la búsqueda de esa voz que nos trenza con otros para mejorar el mundo que vivimos; el impulso es hacer poesía como otros forman personas, siembran en la tierra, cultivan frutos, construyen puentes; trabajar con las palabras para decir y comunicar en la forma más diáfana posible aún entendiendo que la materia prima es umbría.
Las palabras nos construyen; ahora necesitamos palabras para decir estos días y los venideros, palabras útiles como hacha de mano o un martillo. Palabras que nos permitan vivir pero también crear futuro. Aquí es donde tiene que estar hoy la poesía, en esta lucha.
Decir quiénes somos y hacia dónde vamos. Desenmascarar los discursos tramposos, quitar de nuestra boca las palabras que envilecen.